En la segunda guerra mundial, Occidente defendió su libertad y la defendió para sí mismo, pero a nosotros (y a la Europa del Este) nos hundió en una esclavitud dos veces más profunda.
La última tentativa de Vlásov fue la siguiente declaración: el mando del ROA estaba dispuesto a comparecer ante un tribunal internacional, pero la entrega del ejército a las autoridades de la URSS, donde les esperaba una muerte cierta, era tanto como entregar un movimiento de oposición, lo cual contravenía el Derecho Internacional. Nadie oyó este grito desesperado, e incluso la mayoría de jefes militares estadounidenses se quedaron estupefactos al enterarse de que había rusos no soviéticos; lo más natural era ponerlos en manos soviéticas.
El ROA no sólo capituló ante los norteamericanos, sino que suplicó que aceptaran su rendición y les garantizaran, aunque sólo fuera, que no iban a ser entregados a los soviets. Y a veces, por simpleza, había oficiales medios estadounidenses que no estaban versados en la gran política y accedían a hacer esta promesa (todas las promesas fueron incumplidas más tarde, engañaron a los prisioneros). La Primera División al completo (el 11 de mayo cerca de Pilsen) y casi toda la Segunda toparon con una muralla de armas erigida por los norteamericanos, quienes se negaron a hacerlos prisioneros y admitirlos en su zona. En Yalta, Churchill y Roosevelt se habían comprometido con su firma a repatriar a todos los ciudadanos soviéticos, en particular los militares, pero no se había dicho si esta repatriación sería voluntaria o forzosa, pues ¿qué país puede haber en el mundo cuyos hijos no deseen volver voluntariamente a la patria? Toda la miopía de Occidente se condensó en las rúbricas de Yalta.
Archipiélago Gulag. Alexander Solyenitzin. Pág 308
En aquel mismo mayo de 1946, en Austria, Inglaterra tuvo un gesto parecido de lealtad hacia su aliado (aunque debido a nuestra habitual modestia, no se hizo público en nuestro país) al entregar al mando soviético un cuerpo de Ejército cosaco (de cuarenta y cinco mil hombres) que se había abierto paso desde Yugoslavia. Esta entrega tuvo un carácter artero, en el espíritu tradicional de la diplomacia inglesa. Hay que decir que los cosacos estaban dispuestos a luchar hasta la muerte o cruzar el océano, ya fuera a Paraguay o a Indochina, todo con tal de no entregarse vivos. Los ingleses comenzaron por darles mayor ración, les entregaron unos soberbios uniformes ingleses, les prometieron incorporarlos a su Ejército y llegaron incluso a hacerles pasar revista. Por esta razón no recelaron cuando les propusieron entregar las armas con el pretexto de unificarlas. El 28 de mayo convocaron a todos los oficiales de grado igual o superior al de jefe de escuadrón (más de dos mil hombres) en la ciudad de Judenburg, sin los soldados. El pretexto era que iban a tratar con el mariscal Alexander sobre los futuros destinos del Ejército.
El engaño se desencadenó por el camino, cuando los oficiales fueron puestos bajo fuerte escolta (los ingleses los apalearon hasta hacerles sangrar). Luego la columna motorizada fue adentrándose gradualmente por un corredor de tanques soviéticos hasta que al entrar en Judenburg fueron a dar a un semicírculo de furgones celulares, junto a los cuales ya había una escolta esperándolos con unas listas. Los cosacos ni siquiera podían pegarse un tiro o clavarse un puñal: les habían quitado todas las armas. Algunos se arrojaron desde un alto viaducto contra las rocas o derechos al río. La mayoría de los generales entregados eran emigrados, habían sido, pues, aliados de aquellos mismos ingleses en la primera guerra mundial. Durante la guerra civil los ingleses no habían encontrado tiempo para darles las gracias y ahora saldaban su deuda.
En los días siguientes, los ingleses tan mendaces como antes, entregaron a los soldados rasos cargados en vagones envueltos en alambre de espino. (El 17 de enero de 1947 los periódicos soviéticos difundieron el ahorcamiento de los generales cosacos Petr Krasnov, Shkuró y algunos más.)
Archipiélago Gulag. Alexander Solyenitzin. Pág 310
Aprovechemos la rara oportunidad que se nos brinda para citar algunas de las frases que han quedado del abogado defensor (el letrado S.Y. Gurovich):
«No existen pruebas de culpabilidad, no existen hechos, ni existe una acusación… ¿Qué dirá la Historia? — (¡fíjate tú, qué miedo! ¡Nadie recordará, nadie dirá nada!) — En Petrogrado la incautación de los tesoros de la Iglesia se ha llevado a cabo sin el menor incidente y, sin embargo, el clero de la capital se halla en el banquillo de los acusados y hay voces que exigen su muerte. El principio fundamental en que ustedes hacen hincapié es la salvaguarda del régimen soviético. Pero no olviden que la Iglesia crece con la sangre de sus mártires — (¡menos en este país!) —. No tengo nada más que decir, y sin embargo me cuesta ceder el uso de la palabra. Mientras duren los debates, los acusados seguirán con vida. Pero cuando éstos terminen, terminarán sus vidas…».
El tribunal condenó a muerte a diez de los acusados.
Archipiélago Gulag. Alexander Solyenitzin. Pág 417